Si hubiera que elegir un símbolo para representar cuantas más idiosincrasias españolas posible, el más efectivo sería el ascensor.Según informa la web estadounidense Quartz, nuestro país posee una de las tasas más altas de número de apartamentos del mundo. ¿Por qué? Los planes urbanísticos impulsados durante el franquismo –y perpetuados desde la transición hasta la recién pinchada burbuja inmobiliaria– lo estipularon así.
Informa Quartz que por cada 1.000 españoles hay una media de 19,8 ascensores, por encima de los que pasa en Italia (segundo en la lista, con 14,7) y a años luz de los 0,2 de la India. Para que esto ocurra deben darse unas circunstancias más allá de la pereza nacional por subir escalones. La principal es la hegemonía de bloques de viviendas como domicilio habitual: en 2012, un 65% de la población de nuestro país vivía en apartamentos. Un porcentaje que supera en casi veinte puntos la media europea (con un 46%) y que apenas igualan Letonia y Estonia, antiguas repúblicas soviéticas (hereditarias, por tanto, del amor al hormigón del régimen de la URSS). Este panorama se ve reforzado por el apego a la vivienda por parte de los españoles. Hasta hace relativamente poco, ocupaba el primer puesto en su lista de preocupaciones. Detrás, el coche. Un 83,2% de los pisos son en propiedad. Algo que linda con el 81,4% irlandés, con la diferencia de que allí este tipo de casa sólo ocupa un 5% del total.
La revista mira al pasado: hasta los años cincuenta, menos de la mitad de la población poseía una vivienda. En la siguiente mitad de siglo alcanzó el 80%. (Algo que llama la atención si miramos la tasa de desempleo, un 27%, y lo comparamos con casos como el alemán: allí, según datos de 2013, que el paro afecte a un 5% no ha provocado que la compra se haya disparado, manteniendo los niveles en un 43%).
Pero para llegar a la Seseña de El Pocero y demás esperpentos inmobiliarios hay que retroceder hasta la Guerra Civil. La contienda aniquiló las casas del país. Los bombardeos y el éxodo a las ciudades desde las zonas rurales dejaron un territorio plagado de esqueletos humanos y de cemento.La Ley de Arrendamiento Urbanodecretada por el caudillo en 1946reguló de forma estricta las condiciones para alquilar. Si a esto le añadimos la escasa rentabilidad obtenida por los caseros, que además tenían que hacerse cargo del mantenimiento y del piso donde vivían, tenemos como resultado un descenso del número de las posibilidades –y las ganas– para alquilar. Mientras, la construcción de nuevas viviendas con el objetivo de venderse se aceleraba, tratando de dar un respiro a la maltrecha economía de posguerra. “Queremos un país de propietarios, no de proletarios”, exclamó en 1957 José Luis Arrese, el responsable falangista del recién creado Ministerio de la Vivienda.
“El régimen de propiedad en España es justamente una estrategia individual y de familia que se adquiere para conservar o mantener el estatus social y económico medio europeo”, adelanta la introducción al estudio sobre la propiedad de la vivienda y la desigualdad social en España llevado a cabo en 2004 por Anna Cabré y Juan Antonio Módenes para el Centro de Estudios Demográficos. “El atenuado vigor en la expansión urbana durante los cuarenta y cincuenta, el modo en que crece la ciudad y el desarrollo de la infravivienda en su periferia no se entiende sin las peculiaridades del modelo económico autárquico e intervencionista y sin tener en cuenta las características del sector constructor-promotor, así como el espectacular crecimiento periférico de las ciudades y el predominio del polígono que, a partir de la década de los sesenta, están impulsados por el desarrollo de una política económica bajo los principios del capitalismo indicativo y monopolista en cuyo ámbito la construcción se convirtió en un motor de crecimiento fundamental”, exponen los autores.
El empuje definitivo lo dio la Ley de Propiedad Horizontal de 1960. Este estamento creó una base legal para favorecer la inversión masiva en nuevos edificios que querían venderse como pisos individuales o apartamentos. “La migración a las ciudades, el alto índice de empleo, la ausencia de normas sobre el suelo y la inflación desbocada hicieron el resto”, concluyen los responsables del estudio. “En España siempre se ha favorecido la urbanización densa”.
De ahí salió un boom y un modelo para las metrópolis patrias. “La principal forma de vivienda eran los complejos de apartamentos, con capacidad de hasta 1.000 personas”, señalaban los académicos de Harvard Eric Belsky y Nicolas Retsines en un informe de 2004 titulado Spain Housing Market. “Estos complejos sustituyeron a los asentamientos de chabolas que habían crecido en los años 40 y 50 alrededor de ciudades como Madrid y Barcelona”. Y así nacieron las metrópolis españolas que vemos en la actualidad. Aunque muchas estén mutando hacia lo que en Madrid se considera “la periferia ilimitada”. Y en ellas es donde gastamos nuestras vidas. No se sabe si por una elección personal o por la imposición durante la etapa más sangrienta de nuestra historia contemporánea: una dictadura de casi 40 años. El resultado, sin embargo, parece no ser del todo negativo: un 94% de los españoles dice sentirse contento con su forma de vivir, según el Better Life Index redactado por la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OECD, en sus siglas en inglés).
Este índice sitúa la media de 36 países consultados en el 87% y subraya que el apego a la vivienda está ligado –como causa o como consecuencia– a la poca movilidad laboral. En el trabajo, sugieren, el único ascenso que se produce es el que va desde el aparcamiento a la oficina. Cuando se tiene trabajo. Esa, por desgracia, no es ninguna metáfora.