Nuestra infancia son recuerdos de un cubículo con un espejo y tres paredes de madera donde cuelga una placa en la que algún gracioso ha tachado el ‘im’ que antecede al “pida que los niños viajen solos”. Hace unos días, el ‘Financial Times’ se hacía eco de un informe de la consultora UBS que mostraba el estancamiento en el sector global de los ascensores durante el último lustro, sin visos de mejora en el futuro inmediato. ¿En todas partes? En España no.
Según los datos proporcionados por Feeda (Federación Empresarial Española de Ascensores), el sector de la elevación facturó en España alrededor de 3.000 millones de euros el pasado año, con crecimiento tanto en obra nueva (un 5%, superando el 1,7% de 2017), posventa (3% frente al 2,3% del año anterior) y exportaciones (5% frente a un 3,9%). Como añade Francisco González, su director, en los primeros meses de 2019 “el sector sigue la tendencia de crecimiento”. La lógica es palmaria: si el sector de la construcción va bien, el de los ascensores también. Y en España se está construyendo mucho.
Para las generaciones nacidas a partir de los años setenta, es fácil olvidar un misterioso dato: España es uno de los países del mundo con mayor número de ascensores por habitante. Incluso es posible que el número uno en todo el mundo, como suelen recordar los informes sobre el sector realizados por Credit Suisse, que siempre lo aúpan al primer lugar. Tan solo Italia, otro país mediterráneo donde se produjo una fuerte migración en los años cincuenta, se nos acerca.
Esta particularidad dice mucho acerca de la historia de nuestro país, pero también de cómo las diferencias sociales se perpetúan. Tenemos más ascensores que nadie por varias razones: principalmente, el factor diferencial de la construcción vertical en viviendas con alta densidad habitacional propia de la posguerra y exacerbada a partir de los años setenta, que nos diferencia de los países del norte de Europa, y que provocó un ‘boom’ de la demanda de ascensores que no siempre fue satisfecha. España tiene muchos, pero necesita aún más: cinco millones de edificios no son accesibles y 1,2 millones carecen de elevador.
Si en otras ciudades europeas el crecimiento es horizontal y, como mucho, predominan los edificios de cuatro plantas, en España el masivo aluvión del campo a la ciudad obligó a un desarrollo urbanístico en bloques que aprovechasen cada milímetro de suelo para evitar comer terreno al campo. La vivienda escaseaba, y los grandes edificios de apartamentos fueron la solución. Entre 1954 y 1961, en España se construyeron 1.000 bloques de apartamentos, como recuerda una investigación de Erick Belsky, de la Universidad de Harvard. Y un apartamento sin ascensor es, básicamente, una tortura.
Como recuerda José María Ezquiaga, experto en urbanismo comercial y Premio Europeo de Planificación Urbana, “en España, desde la emigración rural, el alojamiento se ha realizado en viviendas colectivas de cierta altura, pisos o apartamentos, que no es el formato habitual de alojamiento”. Pero el ascensor no siempre estuvo ahí: como recuerda el arquitecto, la mayor parte de la vivienda se construía con pocas plantas para ahorrarse el entonces carísimo ascensor, “pero desde los años setenta es inconcebible”. Fue entonces cuando pasó de ser un pequeño lujo a un estándar.
Este invento en apariencia anodino marcó una frontera entre unos españoles y otros, y aún lo hace. El ascensor comenzó siendo una notable ventaja de los grandes edificios para la clase alta que poco a poco se democratizó. Un proceso que dejó fuera a muchos; sobre todo, aquellos que llegaron a las grandes ciudades entre los años cincuenta y principios de los sesenta y se instalaron en viviendas sin dotación de ascensores, lo que hoy, como recuerda Ezquiaga, provoca que “muchas personas con pocos recursos estén presas en sus casas, sin poder salir”. Pobres antes, atrapados ahora.
La diferencia económica entre un inmueble con ascensor o sin él hoy es sustancial. Como explica Gonzalo Robles, CEO de la inmobiliaria Uxban y experto en el diseño y rehabilitación de vivienda de alto ‘standing’, la depreciación de un piso sin ascensor puede llegar a suponer un 30%. “En barrios con apartamentos de cinco o seis plantas, la depreciación puede llegar a esos niveles; en dos plantas es mucho menor”. Cuanto más alto el edificio, más se revalorizará en caso de disponer de elevador. El ascensor puede suponer una diferencia de 50.000 euros en un piso valorado en 250.000, por ejemplo.
Un factor esencial es la ubicación del inmueble, añade: la depreciación es mucho mayor si se encuentra en un barrio con ascensores, al convertirse en la oveja negra inaccesible. Otro, el precio global del activo. En Goya o Lagasca, las zonas donde trabaja Robles, el ascensor puede suponer, “como mínimo, un 20%”. La dificultad, a menudo, se encuentra en la financiación del dispositivo, aunque los precios hayan bajado enormemente. “En un edificio grande es sencillo, pero en casas pequeñas con menos vecinos, no tanto”, recuerda Robles, que cita como ejemplo la madrileña calle Orense.
La conquista del espacio
Los reportajes extranjeros que se fijan en nuestra particularidad residencial suelen incidir en que se trata de una de las herencias del franquismo, esa época en la que la migración del campo a la ciudad generó la necesidad de dar respuesta habitacional a grandes masas de población. La solución, la vivienda colectiva, que favorecía la densidad consumiendo menos suelo.
Faltaba mucho para la llegada del ascensor. Como recuerda el arquitecto y escritor David García-Asenjo, “es un elemento que no se extendió a las clases más populares hasta los años sesenta, cuando ya se pudieron superar las seis plantas de altura”. En un primer momento, por su precio, el ascensor era propio únicamente de la vivienda de clase alta. Fue la expansión turística lo que contribuyó a que se extendiese a los apartamentos de la costa, explica. En los poblados creados por el Plan Nacional de Vivienda, era más fácil encontrarse con un ovni que con un ascensor.
Un ejemplo proporcionado por el arquitecto es el barrio madrileño de Moratalaz, con una zona construida en los años cincuenta, “para contener el aluvión y donde los bloques tienen cinco alturas, la baja y cuatro más”; y otra desarrollada por Urbis a mediados de los años sesenta, “con más de siete plantas y todas ellas con su ascensor”. Como recuerda, se ponía mucho cuidado en que hubiera los menos ascensores posibles. Otro ejemplo, el de la Unidad Vecinal 3 en el Barrio de las Flores en A Coruña de José Antonio Corrales, con “una galería a media altura a la que llegaba el ascensor y a partir de ahí se subía o se bajaba”. El cambio es patente en Almendrales o Batán, donde aún pueden verse edificios de 10 plantas construidos en los años cincuenta y con ascensor. De abastecer a cuatro viviendas, la construcción en poca profundidad (12-15 metros) ha provocado que los ascensores den servicio a dos pisos por planta, lo que contribuyó a disparar el número, añade Ezquiaga.
La popularización del elevador conllevó una reconfiguración de la ciudad, recuerda Ezquiaga: antes de la aparición del ascensor, la segregación por renta era vertical. “El piso principal, lo que ahora es el primero, era el mejor; el peor, el ático, porque el aislamiento era malo, morías de frío en invierno, y el bajo era polvoriento y ruidoso”, explica el arquitecto. El ascensor uniformó socialmente los bloques de viviendas, que adquirieron precios semejantes, y propició cambios de tendencia, como la conversión del denostado ático en un lujo. Lo más importante, que ricos y pobres dejaron de convivir como en 13 Rue del Percebe: “Ya no se segrega por inmueble, sino por barrio”.
La relación de amor de España con sus ascensores no tiene parangón en otro rincón del mundo. En todo el planeta, la mayor parte de la población sigue viviendo en zonas rurales en las que domina lo horizontal, matiza Ezquiaga. Pero también es raro que incluso en las ciudades con más habitantes se superen las cinco plantas. Centroeuropa, EEUU o Reino Unido se caracterizan por las viviendas unifamiliares unidas por el automóvil. Y en regiones como Latinoamérica se impone la chabola o favela, donde el ascensor es impensable.
El ascensor ha tenido contados enemigos en España, como Esperanza Aguirre, que limitó la construcción en Madrid a tres alturas más ático
España puede presumir de su densidad, ese rasgo tan querido por urbanistas y arquitectos modernos, una característica que sobre el papel favorece el acceso a los servicios, la mezcla de clases sociales y reduce el uso contaminante del automóvil. En la práctica no siempre ha sido así: Ezquiaga habla de la “alta densidad sin servicios” del franquismo, y García-Asenjo, de ciudades “en bloques abiertos, sin espacio libre entre edificios ordenado de forma clara”. Este es uno de los factores que, para Gonzalo Robles, muestran que en España también hacemos cosas bien. “Cuanto más concentrados vivamos, mejor”.
¿Y ahora qué?
El principal reto se encuentra en la accesibilidad. Como recuerda el director de la Feeda, “que una persona no pueda salir de su casa porque no tiene un ascensor es un verdadero drama”. No se instalan ascensores para revalorizar un piso sino por necesidad, añade. En un país donde la población envejece a ojos vista, proporcionar accesibilidad a la creciente población con problemas de movilidaddisparará aún más el número de ascensores, favorecido por ese Real Decreto Legislativo 1/2013 que no se ha llegado a cumplir: “A partir del 4 de diciembre de 2017, todos los edificios debían ser accesibles y no ha sido así”.
Poco a poco, y gracias a las subvenciones de las administraciones, la frontera física que supone la ausencia de ascensor comienza a desaparecer. “La triste realidad es que hay personas que no pueden salir de su casa porque las escaleras siguen estando ahí, sin una alternativa, o porque no cabe una silla de ruedas en un ascensor demasiado pequeño”, recuerda el director de Feeda. O, como añade García-Asenjo, “lo que es ridículo es que haya bloques en los que tienes que subir un tramo de escaleras y una vez allí cojas el ascensor”. Un impedimento tanto para sillas de ruedas como para carritos de bebé.
La mitad del parque de elevadores en España tiene más de 20 años, y aunque el índice de accidentes es mínimo gracias a las exigencias de seguridad y las revisiones, sistemas como dispositivos contra el cierre imprevistos de puertas o de telealarma ofrecen margen para el crecimiento en el sector. A lo largo de todo este tiempo, los elevadores tan solo se han encontrado ocasionales enemigos, como Esperanza Aguirre, que entre 2007 y 2015 limitó la construcción en la Comunidad de Madrid a tres alturas más ático, un derechazo en la mandíbula para el sector en plena crisis, y que se tradujo en la disminución de la edificabilidad y el consiguiente aumento de precios. Pero esa es otra historia.
Fuente: elconfidencial.com